La imperfección
Y ella sigue
haciéndose preguntas y no encuentra respuestas.
Y ahí, justo
ahí. En el límite, en la frontera, en ese flequillo perfectamente cortado
llamado “muralla”, nace la posibilidad
de que todos esos pensamientos horribles, no sean ciertos y entonces, a su vez nace en su interior una
extraña y absurda esperanza de felicidad absoluta.
Y en la casa
de al lado ya no escucha ese silencio constante y abrumador que la atormentaba.
Quizás ya no le tiene miedo al silencio. Quizás el silencio sea una señal de
que algo mejor viene en camino. Quizás sea bueno saber donde está guardado el
silencio en caso de necesitarlo.
Y otra vez
extraña a su amor. Y otra vez involuntariamente hunde la cara en la almohada y
sonríe al sentir su perfume e imaginarlo. Y otra vez reacciona y se da cuenta
de que se dejó llevar por sus impulsos. Y otra vez se aleja para acomodar el
frágil surco dejado por su cuerpo tratando de imitar los bordes de sus huellas
para no perder ese dibujo, la parte suya que se queda con ella hasta verlo de
nuevo.
Y abre los
cajones, los armarios y las puertas. Y se le cae una lágrima pensando en el
tiempo perdido. Entonces saca toda su ropa, se saca toda la ropa y en vez de
vestirse pinta su cuerpo de colores, lo perfuma, lo tiende al sol. Porque a
ella le gusta eso. El todo en la nada. Y se extirpa los prejuicios. Y se ama.
Porque ella sabe quién es y sabe lo que quiere. Y no es probable que ella sepa
más de ella que nadie. Es un hecho.
Y de pronto se acuerda de lo que significa
sentir y lo importante que es para seguir. El motor más grande de la
continuidad de la existencia. Moverse, que el corazón palpite enloquecido, que
nos tiemblen las manos, las piernas, dejarse atropellar por la confianza.
Porque en el fondo quiere dejarse atropellar por la confianza. Y en el fondo
quiere que el fondo suba a la superficie. Y no ve la hora de que el fondo suba
a la superficie.
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